Perú es uno de los tres países en el continente americano que han
puesto barreras al cultivo de transgénicos. Los otros dos que lo
acompañan en este gran paso hacia una soberanía y seguridad alimentaria
son Ecuador y Venezuela.
El 4 de noviembre, el pleno del Congreso peruano aprobaba una moratoria
de diez años a la producción de organismos genéticamente modificados.
De esta forma, Perú se posicionaba en contra de las razones que esgrimen
los defensores de los transgénicos. Para ellos, las semillas
transgénicas presentan un alto rendimiento que puede incluso triplicar
la producción. Supuestamente, la semilla, al ser alterada genéticamente,
adquiere propiedades que la hacen más fuerte, acorta su ciclo de
cultivo e incluso puede luchar por sí misma contra diversas plagas sin
necesidad de insecticidas.
A mediados de los años 90, cuando comenzaron los cultivos transgénicos,
se hacía complicado rebatir los anteriores argumentos. Efectivamente,
las semillas OGM (organismo genéticamente modificado) daban lugar a
mayores cantidades de productos y estaban modificadas de tal manera que
no necesitaban pesticidas. Hoy las tierras con cultivos OGM son
sobreexplotadas, hasta el punto de que en algunas no se puede sembrar de
nuevo durante la siguiente temporada. Aquellas plagas que se habían
superado han dado cabida a otras diferentes o han hecho que las
anteriores sean más resistentes. Los propios vendedores de las semillas
OGM patentadas, transnacionales como Monsanto y Syngenta, ofertan los productos químicos para combatir las propias plagas que sus semillas modificadas han creado.
Después de más de 20 años de la cosecha del primer cultivo OGM –el que
muchos defendieron como la gran panacea para el hambre– en el mundo se
produce comida para alimentar a 10 mil millones de personas. Sin
embargo, en este planeta vivimos solo 7 mil millones, mientras 1300
continúan pasando hambre.
Únicamente Argelia, Egipto y Madagascar han elaborado políticas que
limitan la producción de OGM. Los demás países de África han seguido los
lineamientos de lo que era el antídoto para la hambruna. Hoy varios
millones de personas de las mil doscientas millones que se acuestan con
hambre cada día pertenecen a ese continente.
Quizá lo más angustiante de estos productos son los efectos
impredecibles que pueden causar. Los dueños de los “frankenstein
alimentarios” no se han preocupado en testar los riesgos. Algunos
estudios han comprobado que el consumo de OGM puede producir
infertilidad, alergias y resistencia a antibióticos. Una investigación
de mediados de este año demuestra una relación causal entre el consumo
de maíz alterado genéticamente y la aparición de tumores cancerosos.
El Perú ha hecho bien en huir de los buitres del OGM que querían
limitar aún más su soberanía y seguridad alimentaria. Producir productos
biotecnológicos implica establecer una dependencia de las grandes
transnacionales. Las plantas OGM no producen semillas como las plantas
naturales, por lo que finalizada la cosecha los agricultores tienen que
comprar de nuevo las semillas a las empresas transnacionales. Asimismo,
existe un riesgo muy grande al poseer cultivos OGM al aire libre, pues
mediante la polinización los transgénicos pueden contaminar fácilmente
los cultivos convencionales.
En Perú aún falta legislar el etiquetado de los productos importados
que contengan alimentos alterados genéticamente, tales como la leche y
el aceite de soya. La población necesita saber de dónde proviene lo que
consume y cuáles han sido las condiciones de su elaboración. Esa será la
única forma de luchar por el mantenimiento de la biodiversidad, por el
establecimiento de una economía sostenible y por el enriquecimiento de
la seguridad y la soberanía alimentaria, por un pueblo informado,
concienciado y sano.
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