Esther Vivas
Si a lo largo de 12.000 años de agricultura, se manejaron unas 7.000 especies de plantas y miles de razas de animales para la alimentación; en la actualidad, según datos del Convenio sobre Diversidad Biológica, sólo quince variedades de cultivos y ocho de animales representan el 90% de nuestra comida. Esta pérdida de agrodiversidad no sólo tiene negativas consecuencias ecológicas sino que implica la desaparición de saberes, principios nutritivos y conocimientos gastronómicos y amenaza nuestra seguridad alimentaria al depender de unos pocos cultivos.
La globalización alimentaria, en su camino por mercantilizar y hacer negocio con los alimentos, ha contribuido, en muy pocos años, a la desaparición de cientos de variedades agrícolas y ganaderas. Y ha primado aquellas que mejor se adaptaban a las necesidades del mercado: ser
trasladadas largas distancias, que requerían de menos cuidados, buena apariencia, más productivas, etc.
La agricultura industrial e intensiva, a partir de la Revolución Verde , en los años 60/70, con el teórico fin de mejorar y modernizar la producción agrícola y alimentaria, acabó imponiendo semillas industriales, desacreditando las semillas campesinas y privatizando su uso. Mediante la firma de contratos, el campesinado pasó a depender de la compra anual de semillas, sin posibilidad de poder guardarlas después de la cosecha y plantarlas la siguiente temporada.
Las semillas, que representaban un bien común, fueron privatizadas, patentadas y, en definitiva, “secuestradas”. Y actualmente el mercado mundial de semillas está extremadamente monopolizado: diez empresas controlan el 70% del mismo.
“Somos víctimas de una guerra por el control de las semillas. Y el resultado de esta guerra será determinante para el futuro de la humanidad, porque de las semillas dependemos todos y todas para nuestra alimentación cotidiana” afirmaba el movimiento internacional de La Vía Campesina. Tomemos nota. (Esther Vivas, Periodista y socióloga)
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