La
reciente elección del ultraderechista Jair Bolsonaro como presidente
de Brasil confirma el fatídico presente de la democracia en América
Latina. Salvo unos contados casos, la derecha conservadora se ha
hecho nuevamente con el poder en el continente. Atrás quedaron las
grandes conquistas sociales de los gobiernos de izquierda que
redujeron notablemente los índices de pobreza en la región. Por si
fuera poco, el líder de la llamada “democracia más antigua del
mundo” es un individuo con ideas peligrosas e incendiarias. En
efecto, Donald Trump ha demostrado que las instituciones y medios de
comunicación no son más que obstáculos para llevar a cabo sus
proyectos y ambiciones. El magnate-presidente quiere promover su
visión del mundo donde los empresarios depredan los recursos, la
humanidad sólo es un eslabón para encumbrar a unos pocos hombres y
la democracia con sus pesos y contrapesos es un sistema cada vez más
inconveniente. Esta es la era del darwinismo social.
Tan
maleables son los líderes de América Latina que en el proceso de
elección presidencial, todos al unísono criticaban al entonces
candidato Trump y lo acusaban de “radical y antidemocrático”;
hoy lo alaban e incluso se ha convertido en la estrella polar de
algunos gobiernos de la región. Baste mencionar los casos de
Colombia, Argentina y Brasil cuyos presidentes han salido a pedir el
respaldo de Trump para llevar a buen puerto sus negocios. Por
ejemplo, el presidente Iván Duque no ha dudado en recibir asesoría
militar para “frenar el problema del narcotráfico”. La nueva
perspectiva del gobierno es impedir a toda costa el incremento de las
hectáreas de hoja de coca aún en detrimento de lo estipulado en el
Acuerdo de paz como la sustitución voluntaria. De nuevo el
imperialismo se abre camino en el sur del continente.
Sin
embargo, un elemento debe tenerse por descontado: América Latina no
es ni será una prioridad para Donald Trump (ni para ningún gobierno
norteamericano después de las dos guerras mundiales). Esto no
implica necesariamente que la Casa Blanca no tenga una estrategia
para influir constantemente sobre las decisiones adoptadas en el sur
del continente
(https://www.desarrollando-ideas.com/2017/07/la-politica-exterior-de-los-estados-unidos-hacia-america-latina-en-la-era-trump/).
La realidad es que la administración Trump percibe como “subalternos
fieles” a los presidentes de la derecha latinoamericana. Y de hecho
lo son. Las órdenes promovidas desde Washington como abandonar
Unasur (una de las pocas organizaciones que respaldaban la unidad de
los países del sur), es una muestra de la política exterior
invasiva e imperial que es aceptada sin mayor oposición por
dirigentes mediocres, sin dignidad ni soberanía.
Mientras
la política exterior de Trump se dirige a cerrar importantes
negocios con la Unión Europea y sus socios de Medio Oriente,
Latinoamérica no es más que su “tradicional zona de influencia”,
su patio trasero. Al respecto debe mencionarse el caso del periodista
Jamal Kashoggi, asesinado brutalmente en el consulado saudí en
Turquía y que, según investigaciones de la CIA, fue ordenado por el
príncipe heredero de Arabia Saudita, Mohammed bin Salman
(https://www.bbc.com/mundo/noticias-internacional-46246458).
No obstante, el presidente Trump ha buscado minimizar las
circunstancias del asesinato, pues el reino de Arabia es uno de sus
principales socios comerciales. Esto demuestra que los negocios están
por encima de los derechos humanos y la democracia. Mutatis
Mutandi
para el caso latinoamericano, la Casa Blanca ha promovido una
política impositiva basada en un modelo económico extractivo y
depredador que no se detiene a pensar en las violaciones que deja a
su paso.
Luego
del final de la Guerra Fría, los Estados Unidos quedaron sin el
argumento de combatir la “influencia del comunismo en el mundo”
por lo que iniciaron una campaña dirigida a “proteger la
democracia”, como si esa fuera su misión en la historia. Además
de las intervenciones de mediados del siglo XX, donde se apoyaron
cruentas dictaduras, el Pentágono busca en la actualidad
“restablecer el orden” posterior a las administraciones de
izquierda en el continente
(https://elordenmundial.com/estados-unidos-en-latinoamerica/).
Más que una “zona de influencia” en términos geopolíticos
tradicionales, América Latina es para el magnate-presidente una
región de explotación, una franja de “ensayo-error” donde al no
encontrar oposición (de hecho, todo lo contrario) puede poner en
práctica las tesis del neoliberalismo radical. En este sentido, un
sistema tributario a favor de los más ricos es una muestra de que la
democracia es un sistema cada vez más hostil para los negocios. Por
tal razón, el subcontinente más que una región de influencia es
una zona de control e imposición. Bienvenidos al pasado.
Además
de lo anterior, el neointervencionismo imperial se ha manifestado en
la intromisión de las elecciones en América Latina. Sumado al
escándalo de Cambridge Analitica -la empresa inglesa que vendió
información para manipular a más de 50 millones de usuarios de
Facebook para favorecer la campaña de Donald Trump mediante la
creación de publicidad seleccionada y noticias falsas-, están los
casos de las votaciones en Brasil, Argentina y México. En efecto, en
2017 Cambridge Analitica abrió una filial en Brasil que tuvo un
impacto notable en las elecciones presidenciales que le dieron la
victoria a Jair Bolsonaro. A través de noticias falsas y publicidad
negra en contra del Partido de los Trabajadores, el ex militar logró
encumbrarse en lo más alto del poder en Brasil. Casos similares
ocurrieron en México y Argentina donde empresas y candidatos
estuvieron involucrados en la compra de información electoral
(https://www.celag.org/cambridge-analytica-el-big-data-y-su-influencia-en-las-elecciones/).
Detrás de estas “empresas de votos” están los intereses del
gobierno de los Estados Unidos pues los candidatos respaldados son de
tendencia conservadora.
Dicho
de otra manera, uno de los nuevos frentes de acción de la política
intervencionista de la Casa Blanca es la manipulación de las
elecciones. En el caso colombiano fue notable en la pasada contienda
presidencial donde la campaña del candidato progresista Gustavo
Petro fue sistemáticamente atacada con rumores y hechos falsos. Las
redes sociales se han convertido, en consecuencia, en el nuevo
escenario de batalla para los grupos económicos. De hecho, la
manipulación como estrategia política quedó develada en el
plebiscito por la paz que el “No” ganó por un estrecho margen.
El gerente de esa campaña, Juan Carlos Vélez reconoció el
entramado de manipulación con la que atacaron el proceso de paz
(https://www.semana.com/nacion/articulo/plebiscito-por-la-paz-juan-carlos-velez-revela-estrategia-y-financiadores-del-no/497938).
No es de extrañar que detrás estuvieran comprometidos los intereses
del Pentágono quienes finalmente lograron la victoria con su
candidato-títere, Iván Duque.
La
influencia sobre las elecciones en América Latina no es, sin
embargo, el problema más grande que afronta el continente. La
declaración del presidente Trump de considerar una intervención
militar, sumada a las declaraciones del diario brasilero Folha de Sao
Paulo según las cuales se estaría orquestando una coalición para
intervenir al gobierno venezolano, prenden las alarmas sobre el
alcance que tendrá la nueva relación de Trump con los gobiernos
derechistas del continente
(https://www.larepublica.co/economia/medio-brasileno-asegura-que-duque-y-bolsonaro-planean-intervenir-en-venezuela-2787961).
Durante su campaña, Jair Bolsonaro estuvo de acuerdo con una acción
militar para derrocar al presidente Nicolás Maduro y de manera
solapada los gobiernos vecinos han apoyado esa medida. Aunque el
canciller colombiano, Carlos Holmes Trujillo ha negado las
acusaciones de estar organizando una “coalición”, la realidad es
que se está fraguando un plan para atacar al gobierno Bolivariano y
detrás de todo se encuentran las garras del águila imperial.
El
triángulo de influencia de Washington se completa con la “ideología
del desequilibrio”, es decir con la tendencia impositiva de dirigir
el mundo libre bajo ciertos parámetros que en la actualidad se basan
en la protección de los grandes capitales. El desequilibrio está
dado en la imposibilidad de contravenir esas directrices. A la Casa
Blanca no le interesa tener socios sino subalternos, no le importa la
seguridad del continente ni mucho menos su prosperidad, tan sólo le
preocupa profundizar en relaciones de desigualdad y en formar élites
locales que no se opongan a sus intereses.
Las
visitas del exsecretario de Estado Rex Tillerson a ciertos países de
América Latina a inicios del 2018, y del nuevo secretario de Estado
Mike Pompeo a finales del mismo año, confirmaron, por una parte, el
deseo de inmiscuirse en asuntos internos como el caso venezolano y,
por otra, la falta de interés y el desprecio que Donald Trump siente
hacia los países del sur.
Desde
esta perspectiva, estamos asistiendo a una nueva era de las
relaciones de América Latina y Estados Unidos que no se basan más
que en la anacrónica visión del “patio trasero”. Para el
gobierno Trump, los países del sur sólo traen problemas de
inmigración, son los culpables del aumento del tráfico de drogas y
el incremento de los índices de criminalidad. Adicional a esto,
cuenta con una serie de élites que traicionan la dignidad de sus
propios pueblos y siguen ciegamente las directrices del Pentágono.
El éxito de la administración Trump ha sido minar la unidad y
confianza de las naciones latinoamericanas. Para ello ha empleado la
influencia ideológica, militar y electoral con el fin de hacerse con
el control de los negocios en el continente, siempre mirando con
desprecio a los países de nuestra región. Por esa razón, no debe
descartarse que detrás de la ola de “derechización” en América
Latina esté el gobierno de los Estados Unidos, promoviendo la
seguridad en detrimento de los derechos humanos y la barbarie en
nombre de la libertad.
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