Los campos y suelos agrícolas que no son maltratados por agricultura industrial, contienen carbono y pueden hasta cierto grado, absorber más. Son un factor fundamental para prevenir el cambio climático. Pero siendo ecosistemas vivos –como bosques, manglares y otros– si se rompe el equilibrio de suelos sanos con agrotóxicos, fertilizantes sintéticos y maquinarias, también emiten carbono. No existen formas exactas de medir los intercambios gaseosos en la tierra –ni en bosques y mares– y mucho menos la permanencia a largo plazo del carbono.
Con la crisis climática, una nueva frontera empresarial es la conquista de suelos y tierras agrícolas para usarlos como sumideros de dióxido de carbono. Es también otra forma de controlar a campesinos y agricultores y una amenaza a la soberanía alimentaria.
Las mayores empresas globales en agricultura y alimentación han establecido programas para este fin, al que llaman agricultura de carbono. Por ejemplo las de semillas y agroquímicos como Bayer-Monsanto y Corteva, de fertilizantes como Yara y Nutrien, de maquinaria como John Deere incorporaron a sus plataformas digitales formas de enrolar e incluso pagar a agricultores, para que hagan cambios que puedan ser clasificados como agricultura que secuestra carbono.
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