Por Pedro Rivera Ramos
Hace miles de años que el ser humano comenzó a domesticar las plantas
y animales que conocemos, seleccionando solamente para la siembra y
reproducción, las que presentaban las características que mejor se
ajustaban a sus necesidades. Es decir que, desde los inicios mismos de
la agricultura, el ser humano puso en práctica de forma empírica métodos
de selección y mejoramiento en los vegetales y animales. Fue
precisamente en esa rica experiencia milenaria que se basó, en el caso
de las plantas, el desarrollo del mejoramiento vegetal tradicional que
conocemos, para cruzar plantas relacionadas o emparentadas y así
consolidar caracteres deseados. Algo muy distinto a lo que ocurre hoy
con la ingeniería genética o las tecnologías transgénicas, donde el
rasgo que se quiere introducir o insertar en el genoma de un organismo
vivo, se identifica y se toma de cualquier otro, ya sea vegetal, animal o
de algún microorganismo.
Los cultivos o plantas transgénicas, también conocidos como
Organismos Genéticamente Modificados (GMO), comenzaron a comercializarse
en la década de los años 90 y según la definición que de ellos hace la
FAO, son vegetales modificados genéticamente para reducir o eliminar su
vulnerabilidad a las plagas, aumentar su calidad nutricional, su
resistencia a la sequía y a las inundaciones. De modo que los
transgénicos son organismos que resultan de la manipulación genética, a
los que se les ha incorporado material hereditario de un organismo vivo o
de uno creado en un laboratorio. Al estar presente este material en sus
células germinales, se transmite a sus descendientes por herencia. No
obstante, la manipulación de los códigos genéticos de una especie
determinada, más allá de las consecuencias para la salud humana que esto
puede significar, es lógico considerar al hacer este tipo de
intervención, las posibles implicaciones de carácter ecológico y hasta
ético.
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https://rebelion.org/cultivos-transgenicos-de-tecnologias-imprecisas-a-falsas-promesas-parte-i/