El glifosato es la técnica hegemónica, hoy en día, para controlar el crecimiento de las hierbas no deseadas en los campos de cultivo donde se siembran plantas transgénicas resistentes al herbicida. Los niveles de uso, como hemos visto (1), llegan ya al 90% de los cultivos de soja, y en menores porcentajes en los otros dos cultivos transgénicos importantes, como son el algodón y el maíz. Estos datos, referidos a Estados Unidos, son sensiblemente menores en Europa, siendo su uso desigual territorialmente. Por ejemplo, entre Francia, Alemania y España consumen el 60% de todo el glifosato de la Unión Europea. Para que nos hagamos una idea, el consumo total de la Unión Europea es de más de 100 millones de toneladas anuales (2). En América latina el uso es, si cabe, en proporción al tamaño de sus economías, mucho mayor. En Argentina, por ejemplo, se estima que se utilizan al año entre 180 y 200 millones de litros de los diferentes productos de mercado que contienen glifosato (3).
El glifosato tiene un tiempo de vida medio muy corto, comparado con otros productos destinados al incremento de la producción agraria, pero es un tiempo sumamente variable: Según Jeff Schuette, responsable de valoración del Environmental Monitoring & Pest Management Department of Pesticide Regulation de Sacramento cifra en 35 días el tiempo de vida medio en el agua, 22,1 días en suelos anaeróbios, 96.4 días en suelos aerobios, 44 días en el campo como tiempo medio de disipación (4). Por su parte, la EFSA reconoce que, en el suelo labrado, el glifosato, y alguno de los compuestos en los cuales se degrada (y que también son potencialmente tóxicos), como el AMPA, tienen un tiempo de permanencia elevado: se estima que el tiempo de vida medio en los suelos cultivados es de 143,3 días para el glifosato y 519,9 días para el AMPA (5).
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