La agrónoma Iris Pellot caminó hasta un llano pelado por herbicida.
Sólo sobrevivían filas de maíz modificado genéticamente para resistir
este agroquímico. Con gafas de seguridad, botas de cuero con punta de
acero y una barriga de cuatro meses de embarazo, se presentó a trabajar
con cultivos de la multinacional Monsanto en el pueblo de Isabela, al
noroeste del epicentro transgénico de Puerto Rico. Sus manos rozaron
las plantas como en otras ocasiones, pero ese día se le marcaron líneas
rojas en la piel, como si la hubieran azotado con una varita en llamas.
Pellot levanta la cara cogiendo aire, se rasca el cuello como si aún
le picara la garganta, y regresa en la memoria a ese episodio de 2010.
Le estallaron la comezón por todo el cuerpo, la tos y el silbido en los
pulmones. Se acostumbró a mirar, en el retrovisor de la guagua del
trabajo y el espejo del baño, sus labios hinchados, las orejas
inflamadas y los ojos enrojecidos. “Era normal verme desfigurada como un
monstruo”, dice Pellot al repasar los efectos de la condición alérgica
que le diagnosticó el médico. Iris tenía 31 años, pero el examen del
neumólogo reveló la capacidad pulmonar de una anciana de 94.
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Más:
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