Probablemente muchas lectoras y lectores han visto cómo, de un día al siguiente, en las cunetas de las carreteras desaparecen las plantas, dejando una banda rosado- anaranjada y yerma. Es el resultado de la acción fulminante de un herbicida total y no selectivo, el glifosato.
El glifosato se emplea para matar hierbas y arbustos. Su uso es habitual en agricultura. Las administraciones lo aplican en las cunetas como parte de las campañas de prevención de incendios. Muchas personas lo emplean para controlar las "malas hierbas", en una de las marcas de uso más extendido: el Roundup de Monsanto.
Pero sus efectos van más allá de su radical acción con la vegetación: el glifosato se infiltra en el suelo, contaminando los acuíferos y esparciéndose sin control por el subsuelo. Es muy soluble en el agua, y persistente en la tierra.
Diversos estudios científicos describen su toxicidad subaguda y crónica relacionándola con daños genéticos, trastornos reproductivos, anomalías espermáticas, y carcinogénesis. Las sustancias que acompañan al glifosato en los herbicidas para facilitar su absorción como el N-nitroso glifosato y el formaldehido multiplican su toxicidad. En fauna, incluso en pequeñas dosis, el glifosato puede provocar la muerte de anfibios. Es tóxico para la fauna acuática, los animales domésticos y el ganado.
Desde 2015, el glifosato está considerado como posible cancerígeno por el Centro Internacional de Investigaciones sobre el Cáncer (IARC), vinculado a la Organización Mundial de la Salud (OMS), que lo clasificó como compuesto 2A: "Probablemente cancerígeno para humanos".
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