La deriva que está tomando el planeta desde hace
décadas debe obligar a los organismos internacionales a incluir un nuevo
delito que, hasta ahora, ha quedado impune. Me refiero al llamado
ecocidio, término que se refiere a la “destrucción extensa del
ecosistema o de un territorio en concreto como consecuencia de la acción
directa o indirecta de los seres humanos o de la industria”.
La
primera vez que se usó este término fue en la década de los sesenta,
como consecuencia de los efectos sobre las personas y el medio ambiente
provocados por el llamado Agente Naranja, un herbicida defoliante
lanzado sobre la selva de Vietnam por el ejército estadounidense para
evitar que las tropas norvietnamitas encontraran refugio. Esta
sustancia, desarrollada principalmente por Monsanto, contenía en altas
concentraciones una dioxina, el TCDD, que no sólo afectaba al
ecosistema, sino que produjo malformaciones en fetos, cáncer, afecciones
cutáneas y otras enfermedades, tanto a varias generaciones de
vietnamitas como a soldados norteamericanos expuestos a esta sustancia.
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