En el caso de la plantación de transgénicos, son preguntas esencialmente científicas, por ejemplo, si una variedad específica de transgénico es segura para el consumo humano, si es más eficiente su cultivo que el de la variedad salvaje, si resiste mejor las plagas, si las plagas se pueden volver resistentes, si puede eliminar variedades autóctonas, si necesita más o menos agua, más o menos sol, más o menos nutrientes, etc.
Sin embargo, no son preguntas científicas si es bueno que las patentes de las semillas estén en manos de unas pocas multinacionales, si preferimos producir más soja a costa de reducir el número de explotaciones y aumentar su tamaño (en los casos en los que esta disyuntiva se dé), si preferimos más producción y menos biodiversidad o al revés, etc.
Para contestar, en cada caso concreto, a estas preguntas de un modo útil, sensato y productivo, es indispensable conocer las respuestas a las cuestiones científicas (siempre que se disponga de ellas), pero, de nuevo, el debate no se agota ahí. Existe una dimensión humana y política que es ineludible por mucha certeza que tengamos respecto del primer grupo de preguntas.
Así pues, y en la mayoría de los casos, entiendo que debemos abogar por una estrategia de tres patas:
Ciencia rigurosa y de calidad.
Divulgación y pedagogía para que llegue a la mayor cantidad de gente de un modo inteligible.
Democracia informada por los puntos anteriores.
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Del otro lado del espectro —no debemos, tampoco, pasarlo por alto—, nos encontramos con una actitud que, por ser opuesta, no es menos improductiva. La de aquellos que, inocentemente, piensan que las soluciones a todos los problemas son científico-técnicas, que los conflictos de intereses no existen o no son legítimos, que el bienestar de los trabajadores de Monsanto no es una variable a tener en cuenta cuando hablamos de transgénicos, o que el sistema científico casi nunca se equivoca. El elevar la ciencia al status de una nueva religión, de una nueva ideología que nos ahorra la necesidad de hacer política, que soslaya la componente económica, humana, moral o social, así como el lugar —y las formas— de superioridad desde el que, demasiado a menudo, las personas con formación científica miran a quien no la tiene son, también, altamente perjudiciales para el avance de la sociedad.
Si queremos que nuestras decisiones sean productivas, acertadas y justas, no basta con hacer ciencia rigurosa, divulgación honesta y valiente y democracia radical. También debemos ser capaces de no juzgar con tanta dureza a aquellos que no hacen el énfasis donde nosotros lo hacemos y saber combinar esa parte de verdad que hay, incluso, a veces, en posturas aparentemente antagónicas.
La ciencia y la política forman una pareja extraña y, sin embargo, están condenadas a bailar juntas.
— Pablo Echenique,
Eurodiputado de Podemos, científico titular del CSIC en el Instituto de
Química Física Rocasolano.(@pnique,
https://www.facebook.com/pablo.echenique.podemos)
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