La adopción de
transgénicos se está convirtiendo paulatinamente en un patrón común de
las políticas agropecuarias en Sudamérica. Ya no son solo países con
tradición en la exportación de commodities agrícolas, como el
Brasil y la Argentina, sino que el planteamiento ha permeado incluso en
países de gobiernos progresistas como es el caso de Bolivia y Ecuador. A
pesar que en ambos casos existe la normativa correspondiente para
restringir el uso de esta biotecnología, la presión política y económica
ejercida desde los sectores empresariales agropecuarios está empezando a
doblegar a los gobiernos. Es más, ante los fluctuantes precios de las
materias primas, estos gobiernos empiezan a ver en el agronegocio una
opción alternativa para la generación de divisas. Lo paradójico, sin
embargo, es que, ante la imposibilidad de revertir la fuerza de sus
discursos, se pretende incluir a los transgénicos en la agenda de la
soberanía alimentaria.
El argumento a favor de los transgénicos
siempre es el mismo: un incremento en la productividad. A decir de un
representante del empresariado boliviano: “En Argentina, obtienen 200
quintales de maíz transgénico con una tierra más frágil que la nuestra y
nosotros sacamos solo 80 quintales”. Apelar a visiones productivistas
ortodoxas resulta siempre en un argumento poderoso, al fin y al cabo
¿quién puede estar en contra de que suban los rendimientos agrícolas?
Que esto se logre simplemente con el uso de transgénicos es una pregunta
abierta, más aún si se considera que por ejemplo a 10 años de la
introducción de soya transgénica en Bolivia este no ha sido precisamente
el caso, tal y como lo muestran las propias estadísticas del gremio
empresarial [ii].
Es bien sabido que el uso de transgénicos ha sido fuertemente
cuestionado a nivel global en base a evidencia científica respecto a sus
impactos nocivos sobre la salud y el medioambiente: cáncer y pérdida de
biodiversidad son los elementos más preocupantes, respectivamente. No
obstante, no pretendo tomar esta veta de análisis ya extensamente
abordada. Propongo más bien considerar la introducción de transgénicos
como una pérdida de soberanía ante las transnacionales y por lo mismo
argumento que postularlo desde la soberanía alimentaria resulta una
propuesta inédita, por decir lo menos. Siguiendo al marxista inglés,
Henry Bernstein, argumento que el problema central con los transgénicos
no reside en la tecnología en sí, sino en el control oligopólico que los
capitales transnacionales ejercen sobre estos con el fin de subsumir la
agricultura dentro de sus procesos de acumulación de capital.
Se debe comprender la problemática de los transgénicos en su contexto
más amplio por lo que resulta pertinente pincelar algunos elementos
históricos que han marcado la economía política alimentaria global [iii].
A partir de los años 40s, la productividad laboral y agrícola en las
granjas capitalistas del Norte aumenta significativamente como restado
de los avances en la industria agroquímica; hecho que paralelamente
amplía la brecha productiva respecto a los pequeños productores
campesinos del Sur. El rápido aumento en los niveles productivos pronto
deriva en un problema de sobreproducción. A falta de demanda efectiva,
la respuesta de Estados Unidos fue la creación de un nuevo régimen
alimentario global que permitiera acomodar sus excedentes agrícolas en
forma de “ayuda alimentaria”. Esta medida a la postre se constituirá
además en un elemento central de su política exterior, principalmente
durante tiempos de la guerra fría.
Para Harriet Friedmann, la
subvención a la producción agrícola y el manejo selectivo de su
comercialización en beneficio de algunos países y corporaciones del
Norte, son elementos que permiten hablar de un régimen alimentario de
corte “mercantil-industrial”. La estabilidad de este régimen, sin
embargo, duraría solo unas cuantas décadas pues comenzaría a colapsar
paulatinamente a consecuencia de dos principales dinámicas. Por un lado,
el levantamiento del embargo que Estados Unidos tenía hacia la Unión
Soviética da paso a que grandes cantidades de cereales norteamericanos
sean destinados a este nuevo mercado, lo que a su vez produce una
repentina escasez de granos en el mercado global con la consecuente
subida de precios. Por otro lado, la geografía de la producción
industrial de alimentos se ve reconfigurada con la incursión de
Argentina y Brasil –principalmente a través del cultivo de la soya- lo
que dinamiza la competencia en el mercado mundial y por ende erosiona
significativamente la lógica mercantilista.
Ya para inicios de
los años 70s, las presiones sobre el régimen mercantilista y la
emergencia de la globalización neoliberal darán paso a la formación de
un nuevo régimen alimentario en sintonía con los cambios en la economía
política global. En este nuevo régimen alimentario, vigente en la
actualidad, son las corporaciones transnacionales las que han adquirido
el rol protagónico dado el acrecentamiento de su poder y control sobre
las cadenas productivas agrícolas. En particular, el capital
transnacional se ha concentrado en la producción de inputs agrícolas (semillas transgénicas, agroquímicos, maquinaria, etc.) y en la distribución y comercialización de los productos u outputs
siendo el ejemplo más claro las cadenas de supermercados.
Consecuentemente, es posible afirmar que estas empresas transnacionales
son quienes en la práctica están pasando a organizar las condiciones de
producción y consumo alimentario a nivel global y lo hacen, claro está,
en función a sus intereses corporativos.
No obstante, es en el
campo de la producción en sí donde el capital ha encontrado
históricamente barreras para su penetración e imposición. Una de los
principales barreras está dada por las características mismas de las
semilla que le atribuyen un “carácter dual” pues al mismo tiempo es un
medio de producción y, como grano, un producto. Mientras que su segundo
carácter es compatible con la forma mercancía, el primero resulta más
bien antagónico. Es decir, siempre y cuando un agricultor pueda
continuar propagando su semilla tras cada ciclo productivo de manera
indefinida, habrá poco incentivo para que el capital se inserte en la
producción comercial de semillas. Es precisamente esta capacidad de
auto-abastecimiento la que se pretende destruir a través de la
tecnología transgénica para así dar paso al proceso de subsunción de la
agricultura en el capital [iv].
Este ataque sobre la habilidad de los agricultores de reproducir
autónomamente sus propias semillas se lo ha realizado en dos principales
frentes. Por un lado, el desarrollo de “Tecnologías Restrictivas del
Uso Genético” – más conocidas como “Tecnologías Terminator”- ha hecho
posible prevenir la germinación de semillas a menos que se apliquen
productos químicos patentados. Dado que no existe ningún beneficio
agronómico, estas tecnologías no son más que un mecanismo descarado para
impedir que los agricultores puedan continuar sembrando lejos del
control transnacional. Por otro lado, el lobby corporativo ha empujado
con fuerza un mayor y más extenso desarrollo de legislación bajo el
acuerdo sobre los Derechos de Propiedad Intelectual (DPI) -o TRIPS por
su sigla en inglés- que se negoció al interior de la Organización
Mundial del Comercio. En años recientes, las presiones del ente global
hacia los estados miembros para que establezcan alguna forma de
legislación DPI en relación a los cultivos ha ido en aumento.
En este sentido, la promoción de las semillas transgénicas puede
entenderse como parte del proyecto neoliberal en tanto apropiación de
“lo público” para su transformación en mercancía de propiedad exclusiva.
Al ser separados de uno de sus principales medios de producción, la
semilla, los agricultores son despojados de un elemento que
históricamente les permitía cierta independencia ante el capital, con lo
cual su subsunción al proceso de acumulación se facilita. Este despojo
ejercido sobre el campesinado a favor de las transnacionales reproduce
el carácter de “Robin Hood en Reversa” – robar a los pobres para darles a
los ricos – propio del neoliberalismo [v].
No en vano David Harvey ve en los transgénicos, y en la industria
biotecnológica en general, uno de los más claros ejemplos de lo que
denomina “acumulación por desposesión” [vi].
Dado que traspasan el control sobre la producción agrícola hacia las
corporaciones transnacionales, los transgénicos se encuentran en la
antípoda de cualquier noción de soberanía alimentaria. Al desactivar la
capacidad de siembra de los productores locales, son las semillas
transgénicas las que se consolidan como la opción productiva dominante.
Esto hace que las corporaciones pasen gradualmente a controlar de facto
la tierra de los Estados. Consecuentemente, la tierra no puede ser
puesta en producción si no es con los insumos que las mismas empresas
transnacionales producen, con el agravante que muy a menudo los precios
tanto de las semillas como del resto de los productos tienden
constantemente al alza. El caso de México y el maíz transgénico es
ilustrativo en este sentido. En otras palabras, los Estados que abrazan
la tecnología transgénica pierden soberanía alimentaria pues ven mermada
su capacidad de controlar y regular la producción de alimentos
doméstica. Abandonan su rol rector en el desarrollo agrícola y pasan más
bien a convertirse en simples consumidores de mercancías del Norte. En
cierto sentido, se contribuye a consolidar la división internacional del
trabajo, el patrón primario exportador y las condiciones comerciales
desfavorables que históricamente han marcado las relaciones entre el Sur
y el Norte.
Notas
Enrique Castañón Ballivián es
Investigador boliviano. Máster en Medioambiente y Desarrollo de la
Escuela de Ciencias Sociales y Política Pública del King´s College,
Universidad de Londres (enriquedcb@yahoo.com).
[ii]
Los datos de la Cámara Agropecuaria del Oriente (CAO) muestran que el
rendimiento de soya desde la introducción de la variedad transgénica se
estancó en el nivel más bajo de toda la región, aproximadamente 1,9
Ton/ha.
[iii]
La lectura histórica de los cambios en la economía política alimentaria
global están en base a Bernstein, H. (2010). Class Dynamics of Agrarian
Change. Canadá: Fernwood Publishing.
[iv]
Kloppenburg, J. (1988). First the Seed: The Political Economy of Plant
Biotecnology, 1492-2000. New York: Cambridge University Press.
[v]
Moore, J. (2010). The end of the road? Agricultural revolutions in the
capitalist world-ecology, 1450-2010. Journal of Agrarian Change,
389-413.
[vi] Harvey, D. (2003). The New Imperialism. Oxford: Oxford University Press.
De:
http://www.rebelion.org/noticia.php?id=195166
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