“Mis abuelos y mis padres nos heredaron
tanto las semillas como el gusto por apreciar el sabor de una tortilla
–un día con maíz negro; otro con amarillo; luego con rojo y después con
blanco–, un tamal, un atole, unos esquites… Pero también las habas, las
calabazas, los chilacayotes, los frijoles y los quelites. Todas estas
semillas siempre han estado presentes en nuestra vida, llevan con
nosotros mínimo 100 años”, nos contagia con su orgullo Baltazar Yepes de
la comunidad del Garbanzo, municipio de Irapuato, Gto., Esas nueve
semillas han acompañado el transitar de tres generaciones de la familia
Yepes: “Mis padres y mis abuelos fueron campesinos, siempre sembraron y
nos heredaron ese gusto por saborear algo distinto, por cuidar nuestras
semillas para que no se perdieran”, explica mi amigo Baltazar. Nos las
muestra y añade: “Hay gente que tiene el paladar muy bueno y detecta la
diferencia de la tortilla negra con la roja y la blanca.
Queremos
salvaguardar al maíz nativo, recurso estratégico para la seguridad y la
soberanía alimentaria de México, libre de transgénicos y sin sujeciones
de la oligarquía neoliberal que gobierna nuestras vidas, pero cómo
lograrlo, si no hemos volteado a ver las verdaderas prácticas,
relaciones y significaciones que sostienen frágilmente la resistencia de
la Gran Cultura de Maíz; nos referimos a las que re-producen las
mujeres rurales e indígenas en el campo, en las ciudades y más allá de
las fronteras.
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