Transgénicos: contra la opinión pública

Recuerdo la primera vez que oí hablar de transgénicos: el libro de “Conocimiento del Medio” de Primaria les dedicaba un pequeño cuadradito destacado. Usaba términos como “alimentos mutados genéticamente” y a esa edad, con unos ocho o diez años, no sonaba muy bien.

El libro de texto escolar, hay que decirlo, no los dejaba en un buen lugar. Exponía los movimientos que habían surgido en contra de la proliferación de este tipo de alimentos. También recuerdo que la profesora nos comentó que todavía era pronto para analizar las consecuencias que podrían tener sobre el ser humano a largo plazo, y que, en todo caso, muy natural no era.
Crecí, porque el tiempo pasa para todos, pero eso de los productos modificados genéticamente siguen sin despertar simpatías. Nuestros comportamientos a menudos no son todo lo coherentes que deberían: no nos importa comprar un tarro de mayonesa o un bote de kétchup, a pesar de todos esos “emulgentes” (palabra cuyo significado se suele desconocer pero suena mal, muy mal) que contienen. En cambio, ya sea culpa de Greenpeace, de la Coordinadora de Organizaciones de Agricultores y Ganaderos (COAG) o de nuestra vecina activista, los transgénicos siguen teniendo una sonoridad especial que los hace poco apetecibles, aunque ya hace una década larga que se introdujeron.
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