Debemos exigir etiquetas que indiquen la presencia de transgénicos en los productos de consumo
Pablo Brizuela Calvo
12:00 a.m.
13/05/2013
Transgénicos: una promesa,
no muy esperanzadora, de una seguridad alimentaria frágil y epidémica.
Los organismos genéticamente modificados (OGM) han ido evolucionando
desde su aparición en 1970. Se empezó con plantas resistentes a
herbicidas y a larvas de mariposas y escarabajos; después se
intervinieron los cultivos para alterar sus componentes nutricionales
y, posteriormente, se trabajó en productos farmacéuticos, desde los más
simples, como un analgésico, hasta vacunas y productos industriales
(Velimirov, 2008).
La soya y el maíz
transgénicos se usan, para el consumo humano, en diferentes
presentaciones como cereales, harinas, siropes, bocadillos de paquete y
embutidos. También hay una extensa gama de transgénicos usados en la
producción de alimentos para animales de granja, pues, en los nuevos
modelos de producción a escala industrial, se ha estado buscando una
“ración” perfecta para ellos. Esta es la que da energía y, sobre todo,
proteína, a los animales de corral; hay “alta productividad” y ahorro
económico, lo que culmina en eficacia óptima, según la ciencia de la
nutrición animal.
Debido a
los transgénicos presentes en la nutrición de animales, se han
encontrado trazas de su ADN en carne de res, pollo y cerdo para consumo
humano.
Hablar de
transgénicos siempre va a producir polémica. Esta controversia se debe a
que toca aspectos del saber humano, el desarrollo, la ciencia, la
tecnología, la agricultura industrializada y, finalmente, la cultura. En
ellos se ve reflejado el progreso y las soluciones disponibles para
alimentar a todo el planeta, con sus 7.000 millones de habitantes.
Por
otro lado, los que se oponen y los critican están más preocupados por
este modelo de producción que patrocina la contaminación en el medio
ambiente.
El hecho de que
las etiquetas de los productos no posean la información debida hace
difícil el escrutinio de los consumidores e impide su derecho a saber
qué están comprando y consumiendo.
El
problema es muy grave pues no hay investigaciones serias, por parte de
las corporaciones, que comprueben la ausencia de consecuencias adversas
en un bebé alimentado con leche de soya, en una madre embarazada que
toma suplementos con trazas de transgénicos o, simplemente, en ancianos
o personas convalecientes o con enfermedades de inmunodeficiencia.
Este vacío de información es un asunto de suma importancia para la salud pública, con impactos de alcance mundial.
Ahora se sabe que podría haber consecuencias serias, según nuevos hallazgos (Tappeser et al.,
2002); un buen ejemplo es la resistencia a los antibióticos, ya que, en
transgénesis, estos se usan como marcadores (BMA, 1999), al igual que
virus y bacterias; sin duda alguna, estos son una ruleta rusa para la
salud pública.
En 1999,
en EE. UU., 1.500 personas que consumieron el aminoácido L-triptófano,
producido de manera artificial por una bacteria genéticamente
modificada, experimentaron un tipo de mialgia y un incremento de
leucocitos y de eosinófilos, células responsables de la respuesta
alérgica; de ellas, 37 murieron y al resto les causó daños permanentes
en el sistema muscular, como atrofia y dolor crónico (Fagan, 1997).
En
conclusión, es importante revisar lo que se ingiere y recordar que el
problema con los OGM, no solo es de pérdida de biodiversidad, patentes o
semillas y paquetes técnicos o de políticas globales, sino que es una
situación compleja dañina para la cultura, el ambiente y la salud
pública.
En apariencia,
es progreso, ciencia, tecnología, pero el ser humano debería ser más
consciente de lo que come, pues lo que entra en el cuerpo tarde o
temprano aparece.
“Más
comida y de mejor calidad”: si esto nos va enfermar, ¿de qué nos sirve?
Los ciudadanos deberíamos exigir un etiquetado, en todos los productos
de venta pública, que indique la presencia de OGM, según indica la ley
7472.
Pablo Brizuela Calvo Agricultor orgánico y estudiante de Agronomía UNED
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