Por Máximo Sandín, 17 de mayo de 2013
“Si se controla el petróleo, se controla el país; si se controlan los alimentos, se controla a la población.”
Henry Kissinger
La
diversidad de los cultivos de todo el Mundo se está reduciendo a un
ritmo de “extinción masiva”. Según informes de la FAO, en el último
siglo se ha perdido el 75% de las variedades agrícolas que se cultivaban
habitualmente. Desde el punto de vista ecológico, la pérdida de
variedad en cultivos disminuye la capacidad de resistencia y adaptación a
los cambios climáticos y a las enfermedades. Es decir, la Humanidad se
puede enfrentar, en pocos años, a una crisis alimentaria global.
Pero,
¿dónde está el origen de esta locura? Veamos algunos datos: La llamada
“revolución verde” fue, posiblemente, el primer exponente a gran escala
de la estrecha y profunda relación entre las bases conceptuales del
darwinismo y el modelo económico de Adam Smith, y de la similitud de sus
consecuencias.
Financiada por la Fundación Rockefeller y el Banco
Mundial, e impulsada, a partir de los años 50 por Norman Borlaug (que
recibió por ello el Premio Nobel de la Paz en 1970) y basada
científicamente en el reduccionismo genético darwinista, consistió,
esencialmente, en el uso de semillas seleccionadas de alto rendimiento,
no importa cuales fueran las condiciones ambientales del terreno, y
grandes cantidades de abonos químicos y pesticidas. Aunque, inicialmente
se apreció un descenso en la proporción de personas desnutridas en el
Tercer Mundo, que se estimó en un 16%, y fue el logro que justificó el
Nobel para Borlaug, pronto, los efectos del “libre mercado” y del
reduccionismo científico se hicieron patentes. El alto precio de las
semillas mejoradas, de los fertilizantes y los pesticidas hizo que
muchas pequeñas explotaciones no pudieran competir con los grandes
propietarios. Sólo en Estados Unidos, el número de granjas se ha
reducido a un tercio y la mayoría de las que hay son grandes empresas
mecanizadas, en gran parte, propiedad de multinacionales de la
alimentación. Los efectos fueron aún más desastrosos en el Tercer Mundo,
en el que la concentración de la tierra en pocas manos ya era
considerable, pero, además, aumentaron los precios por el alto costo en
productos químicos y maquinaria, que fueron los auténticos beneficiarios
de la “revolución”. Sin embargo este es sólo uno de los problemas
derivados de la concepción reduccionista y mercantilista de la
Naturaleza: la producción comenzó a disminuir en muchas partes y
aumentaron las plagas. Como solución, tuvo que aumentarse de forma
continua el uso de fertilizantes y plaguicidas. Y esto, para lograr, con
suerte, los mismos resultados, porque los abonos químicos destruyen la
fertilidad natural del suelo, en la que las bacterias y los hongos
tienen un papel fundamental, y además, los plaguicidas “generan” plagas
cada vez más resistentes. Con el tiempo, la tierra acaba por perder su
capa orgánica y convierte a la tierra en inutilizable.
En
otra vuelta de tuerca, desde mediados de los años 90, y también
impulsadas por la Fundación Rockefeller, se comenzaron a cultivar
semillas modificadas genéticamente y patentadas. El objetivo era claro,
como se está demostrando por los resultados, si se consigue implantar
este tipo de cultivo se puede llegar a controlar la alimentación
mundial. En efecto, en 2009, las cinco mayores compañías agroquímicas,
Monsanto, Du Pont, Syngenta, Dow Chemical y Bayer controlaban el 58% de
las ventas mundiales de semillas, y diez empresas, el 95%, de las que el
21% eran, entonces, transgénicas. El cebo para atraer a los
agricultores consistía en reducir el número de los perniciosos
herbicidas que utilizaban en sus cultivos mediante semillas modificadas
genéticamente para hacerlas resistentes a un potente y peligroso
herbicida, el Glifosato bajo el nombre comercial de Roundup, que sería
el único herbicida necesario. Esto obligaba a los agricultores a comprar
a estas compañías los dos productos. Para asegurar las ventas anuales,
Monsanto obligaba a firmar a sus clientes un contrato draconiano por el
que se comprometían a no replantar, como se hacía tradicionalmente, las
semillas producidas y a comprarlas de nuevo al año siguiente. Por si
esta estrategia no fuera suficientemente indicativa de sus verdaderas
intenciones, después de persecuciones y presiones vergonzosas de tipo
mafioso a los agricultores que utilizaban sus semillas para replantar,
Monsanto introdujo un nuevo “monstruo” genético en sus semillas: el “gen
terminator”, una secuencia genética que convertía a las semillas
procedentes de sus cultivos en estériles.
El
siguiente paso, una vez controlado el mercado de las semillas, fue
subir progresivamente su precio. Por ejemplo, el precio de semillas por
acre cultivado (Fuente: USDA Economic Research Service) subió de 1975 a
2011 de 8,32 dólares a 56,58 para la soja, de 9,30 a 86,16 para el maíz,
etc., lo que provocó la ruina de millones de pequeños agricultores en
todo el mundo (principalmente en la India y Latinoamérica), al no poder
hacer frente a los crecientes gastos. La consecuencia: una nueva
expansión de grandes monocultivos industrializados pertenecientes a
grandes corporaciones, también muchas veces de las propias compañías de
semillas y agroquímicos. Actualmente, estas grandes compañías están
comprando las mejores tierras de África para este tipo de cultivos,
alejando aún más a la población de sus posibilidades de acceso a la
alimentación. Un alejamiento acentuado porque productos básicos en la
alimentación como trigo, maíz, azúcar… han pasado a cotizar en la Bolsa
(véase la Bolsa de Chicago), donde se especula con los precios contando
con información privilegiada procedente de los satélites artificiales.
Parece que ya tienen muy avanzado su objetivo. Pero esa es sólo una parte del problema, por grave que sea. La
Evaluación Internacional del Papel del Conocimiento, Ciencia y
Tecnología para el Desarrollo (IAASTD), llevada a cabo por más de 400
científicos independientes durante más de 4 años, han afirmado
categóricamente que el futuro de la seguridad alimentaria no se
encuentra en la ingeniería genética. “La
ingeniería genética es una tecnología imprevisible, ya que se basa en
malas prácticas científicas, reducionista y mecanicista, que no tiene en
cuenta la complejidad y la autoorganización de los seres vivos”. El
término “científico independiente” produce una cierta inquietud, porque
implica que hay científicos “dependientes”, pero veamos en qué se basan
esas afirmaciones: los datos científicos sobre la naturaleza y el
control de la información genética están mostrando que es de una enorme
complejidad imposible de controlar. Una secuencia genética puede dar
lugar a cientos o miles de proteínas diferentes mediante la combinación
de sus componentes en función de las condiciones ambientales. Por otra
parte, su “significado” está controlado por el conjunto del genoma, por
lo que la misma secuencia puede tener funciones diferentes según el
organismo en que se exprese (se han encontrado en los erizos de mar y en
las anémonas “genes” supuestamente relacionados en el hombre con
enfermedades como distrofia muscular, corea de Huntington… incluso un
supuesto “gen” responsable del cáncer de mama). El reflejo de estos
fenómenos en las prácticas de la llamada “ingeniería” genética se pudo
comprobar, por ejemplo, cuando se intentó transferir el “gen” del
pigmento rojo del maíz a la petunia; las flores se pusieron rojas, pero
además las plantas tenían más brotes, más hojas, mayor resistencia a los
hongos y baja fertilidad. Pero entre las consecuencias no buscadas, una
muy digna de tener en cuenta son los nuevos productos derivados de una
alteración genética no natural. Proteínas producidas por plantas
modificadas genéticamente han mostrado tener una alta concentración de
metabolitos tóxicos que han producido fuertes reacciones alérgicas y, en
algunos casos, como en de la producción de L-Triptófano, “suplemento
dietético” que se obtuvo en Estados Unidos a partir de bacterias
modificadas genéticamente, la muerte de 37 personas y más de 1500 con
daños permanentes. Y lo difícil es reconocer los efectos acumulativos o
de consecuencias a largo plazo de estas proteínas “artificiales”. El 19
de Mayo 2009, la Academia Americana de Medicina Ambiental emitió un
comunicado que, al parecer, pasó desapercibido para los medios de
comunicación, en el que concluían:“hay más que asociaciones casuales entre los alimentos GM y efectos adversos en la salud”y que“los
alimentos GM representan un serio riesgo en las áreas de la
toxicología, alergias, la función inmune, la salud reproductiva,
metabólica, fisiológica y genética”
Por
si estos peligros no fueran suficientes, el herbicida Roundup, derivado
del “Agente naranja”, ya producido por Monsanto y Dow Chemical, que
devastó las selvas de Vietnam y produjo graves malformaciones e incluso
caída de la piel en miles de vietnamitas, está mostrando unos efectos
cada día más alarmantes. Además de destruir la biodiversidad de plantas
silvestres, como ha denunciado repetidamente la activista india Vandana
Shiva, ha resultado, como era de esperarse, tóxico para las personas y
animales en contacto con él o que consuman productos rociados con este
herbicida. Un estudio llevado a cabo por la Universidad de Berkeley en
1999 “revela
evidencias actualizadas de daños pulmonares, palpitaciones, náuseas,
problemas de fertilidad, anomalías cromosómicas y otros muchos efectos
sobre la salud debido a la exposición al herbicida Roundup”
Existen
centenares de estudios científicos muy bien documentados sobre todos
estos aspectos que, extrañamente, o quizás, no tanto, si tenemos en
cuenta el inmenso poder económico y, por tanto, político, de las grandes
corporaciones de los transgénicos (que, mediante la política de
“puertas giratorias” se han infiltrado en los organismos
internacionales), son ignorados por los grandes medios de información,
incluidas revistas científicas “prestigiosas”, y cuando alguno de ellos
logra llegar a la opinión pública es ferozmente atacado y devaluado
científicamente por los “rigurosos” e “imparciales” medios “oficiales”,
como ha ocurrido recientemente con un estudio que demostraba
fehacientemente que el consumo de maíz transgénico provocaba, a largo
plazo, cáncer en ratones. Pero hay algunos que, por su repercusión
económica, que es, al parecer, la única que resulta digna de atención,
sí ha llegado a los medios de comunicación: en 2009, en Estados Unidos,
una planta considerada como “mala hierba”, el amaranto, una planta
sagrada en las culturas precolombinas y con un considerable aporte
proteico, adquirió, por “transferencia horizontal” el “gen” de
resistencia al Glifosato de la soja transgénica e “invadió” los cultivos
(una especie de “justicia poética”), con lo que, en aquellas fechas,
tuvieron que abandonar 5.000 hectáreas de cultivo y otras 50.000 estaban
gravemente amenazadas. Esta “contaminación genética” ya ha dado
muestras de su peligro en otras ocasiones: en 2011 se informó de que el
gusano del maíz había desarrollado resistencia a la proteína Bt del maíz
transgénico de Monsanto, que contiene una proteína de la bacteria
Bacillus thuringiensis tóxica para el gusano. Es decir, los “genes”
introducidos en los organismos transgénicos mediante bacterias, virus y
plásmidos escapan de las plantas y pasan otros organismos y a las
bacterias del suelo, ya que están optimizados para transferir
información genética.
Y
este es uno de los más graves peligros de estas prácticas de supuesta
“ingeniería” genética a los que nos enfrentamos, porque las
consecuencias de esta “contaminación genética” son imprevisibles. Los
suelos están repletos de millones de bacterias y virus que intercambian
información genética y cumplen una función esencial en los ecosistemas.
Se han estimado hasta cien millones de bacterias por gramo de tierra,
sin las cuales no podrían existir las plantas. Las bacterias del suelo
“reciclan” los productos de desecho y los organismos muertos y “limpian”
las sustancias tóxicas y hacen disponible el nitrógeno de la atmósfera
para las plantas. Entre ellas siempre están los virus, en una cantidad
entre cinco y veinticinco veces mayor, que son, junto con los plásmidos
bacterianos, los que intercambian información genética entre las
bacterias y controlan sus ecosistemas. Sencillamente,
no podemos prever a dónde nos va a llevar este envenenamiento
progresivo de los ecosistemas terrestres, pero seguramente las
consecuencias no van a ser precisamente positivas.
Una
información más, para finalizar. En el resto de Europa, los
transgénicos están desapareciendo por el rechazo político y social. En
Alemania, el maíz transgénico Bt de Monsanto está prohibido por la
constatación de que contaminaba campos vecinos, y se han encontrado
restos de maíz transgénico en la miel de las abejas de la zona además de
que también mataba a abejas, mariposas y otros insectos. En España, no
se puede saber si por ignorancia o por corrupción de sus responsables
(no se puede decir cuál de los motivos es peor), sólo de maíz, hay más
de 116.000 hectáreas de cultivos transgénicos, en las que se experimenta
con más de 16 variedades, y se importan millones de toneladas de soja
transgénica. También se está experimentando con el cultivo de patatas
transgénicas, y las mieles contaminadas por transgénicos están causando
el rechazo a este producto en Europa.
Las
pesadillas tienen la ventaja de que se puede despertar. En nuestro
caso, no podemos despertar, porque se trata de una terrible realidad. Y
si no nos enfrentamos con decisión a este envenenamiento ecológico,
orgánico y mental a que nos tienen sometidos las grandes corporaciones y
sus acólitos, el futuro de nuestros hijos estará gravemente
comprometido.
Me voy a permitir finalizar con un comunicado emitido por el Foro Internacional Sobre Soberanía Alimentaria del año 2002.
«La
Soberanía Alimentaria es el derecho de los pueblos, comunidades y
países a definir sus propias políticas agrícolas, pesqueras,
alimentarias y de tierra que sean ecológica, social, económica y
culturalmente apropiadas a sus circunstancias únicas. Esto incluye el
verdadero derecho a la alimentación y a producir los alimentos, lo que
significa que todos los pueblos tienen el derecho a una alimentación
sana, nutritiva y culturalmente apropiada, y a la capacidad para
mantenerse a sí mismos y a sus sociedades»
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