De vuelta en la oficina, he dejado a las
margaritas adornando los campos otoñales. Menudo tiempo loco. Las flores
ya no saben cuándo brotar ni las abejas controlan el momento de ponerse
a la faena. Entre eso y todas las pestes que se han ido acumulando en
los prados, más los herbicidas de las cunetas, andan locas las pobres.
Esto es insostenible, me espeta el apicultor Asorey. La agricultura se
mueve a golpe de subvención y de químicos, y las bichas están al acecho.
Yo recuerdo el único trobo del abuelo, bien
colocado al solecito de la cortiña, abrigado del viento y sellado con
simple bula de vaca. Aquel panal de miel era como un tesoro, producto
del tapiz de flores que hace 40 años era Galicia. Las exóticas malas
hierbas podían vivir y los insectos naranjas pasaban el estío copulando
de flor en flor. Hace mucho que no los veo. Ahora todo es monocromo.
Dicen que incluso ha aparecido polen transgénico en la miel gallega. Lo
descubrió un laboratorio alemán en una partida que salió de la comarca
de Silleda y era maíz BT, autorizado. Por eso no lo echaron para atrás
como sí hicieron con miel andaluza. Los transgénicos están entre
nosotros y a los alemanes les gusta comer ecológico, aunque fabriquen
mucho pesticida. Lo controlan todo.
Como la miel gallega les pirra, se llevan más de
200 toneladas al año pero de seguir así, a saber dentro de poco. Blanca
Ruibal, de Amigos de la Tierra, me habla del silencio oficial, de una
falta de transparencia poco o nada legal sobre estos asuntos. ¿Cuánto
hay? «El ministerio pregunta cuántas semillas transgénicas se venden en
las comunidades, pero luego vemos que donde deberían haberse cultivado
muchas hectáreas, no hay tantas, y en lugares donde no habría, sí
aparecen...».
Según datos recopilados por Greenpeace el pasado
año, en Galicia se plantaron seis hectáreas de maíz transgénico, del
mismo que se hacen los piensos que comen a diario nuestras vacas. El
sabor de la miel es de los pocos que aún me devuelven al prado del
abuelo. Desearía que no lo contaminasen.
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